martes, 7 de diciembre de 2010

Aleteos multi-kulti de navidad

La nevada decembrina de este año no me hace ya ni pisca de gracia, a ello se suma que -para variar- no sé qué regalarle a mi esposo en esta navidad. Esta será la décima que paso batiendo las alas lejos de Bolivia. La primera de todas la celebré en la Basílica de San Pedro en Roma, Italia, el año 2001. Misa de Gallo celebrada nada menos que por el Papa Juan Pablo II y en compañía boliviana de mi amiga y ex-colega de trabajo Marisol. Aquel 24 nos pasamos algunas horas correteando detrás de cuanta monja y cura encontrábamos en los alrededores de San Pedro, con tal de obtener una invitación –entrada le llamarían los impíos– que nos permitiera ingresar al templo. Nosotras que llegamos hasta Italia sin tener idea de nada, nos enteramos que para participar de tan famosa Misa de Navidad se requería una carta específica que los interesados debían solicitar con meses de anticipación, ¡meses!, nosotras teníamos sólo un par de horas... Nos informaron además, que los sacerdotes y las religiosas recibían más de una invitación y nos podrían colaborar... y el milagro de navidad se produjo, allí estábamos, apostadas en la parte trasera de la Basílica, boquiabiertas ante el lujo y la belleza de semejante iglesia y felices de ver a Juan Pablo. Juntas celebramos también la llegada del 2002 y con él, la jubilación de la peseta y la introducción del euro como moneda oficial en Europa. Fue una noche divertida y un poco fría la de ese 31 en la Puerta del Sol, el corazón de Madrid y ex-guarida del Oso del Madroño, se mudó hace algunos años a la Puerta del Alcalá. Marisol fue la primera visita que recibí en esta casi década de autoexilio, la primera de muchas, razón por demás para sonreír. 
El Oso y el Madroño, Madrid. Foto: Internet.
Las fiestas de fin de año que se avecinan a una velocidad descabellada, las pasaré seguramente cantando y sintiendo una “blanca navidad” y recordando que la anterior, la del 2009 la compartimos con la familia boliviana en La Paz; con pavo relleno (receta de la abuela), puré de papa y manzana, con galletitas de jengibre y champaña. El 2010 lo estrenamos a las orillas del Lago Sagrado, ese manantial tan azul y tan cargado, esa energía incontenible que no hace falta entender, sólo vivir. 

En todos estos años he tenido navidades que han sido una verdadera aventura o un viaje en el estricto sentido de la palabra. Mi primera navidad en Alemania, en el año 2002, la celebré otra vez acompañada por una boliviana. Ivy y yo acabábamos de retornar de una visita a Salzburgo, Austria y llegamos rozando la medianoche del 24 a la hermosa casa azul (digo yo que como la de mi Frida) de Hagsfeld en la que yo tenía mi habitación estudiantil alquilada. La cena, lejos de parecerse a un muslo de pavo sabroso y calientito, fue una sopa de sobre Maggy que si bien le devolvió el color a nuestras cobrizas mejillas, no nos quitó el hambre. Tomamos vino y entre las dos nos abrazamos a las 12 ante la antipática mirada del solitario gato de mi ausente casera. 

En Alemania son típicas las ferias navideñas o Christkindlesmarkt que se inician a finales de  noviembre y terminan un día antes de Nochebuena. Se instalan en las plazas principales de cada ciudad. Se arman puestos de madera, verdaderas casitas con instalación eléctrica y en las que se puede comer –salchichas de todo tipo, color y sabor, por supuesto– y beber –el Glühwein, vino caliente con especias y frutas que es la especialidad navideña–; allí los niños se divierten en las calesitas y se ofrecen un sinfín de productos artesanales y de todo material que la gente tanto puede admirar como comprar. Ni el frío ni la nieve evita que los lugareños le den vida a los Christkindlesmarkt en toda Alemania. En estas latitudes se acotumbra a los más pequeños a esperar la Nochebuena con un Adventskalender o calendario de adviento y en el que cada día de diciembre –del 1 al 24– reciben ya sea un chocolatín o un obsequio chiquito, una costumbre bien comercial y adecuada para un primer mundo pudiente, claro está. También se celebra el Nikolaustag o el Día de San Nicolás, cada 6 de diciembre los niños reciben pequeños obsequios de este Papa Noel, Santa Claus o Viejo Pascuero que visita por ejemplo, las guarderías y los kindergartens cargando una bolsa con regalitos. Las casas se decoran no sólo con pinos de verdad, lucecitas coloridas y tintineantes, también se arman nacimientos, pesebres y se colocan los Adventskranz o coronas de adviento en las que arderán paulatinamente cuatro velitas, una por cada domingo de adviento que transcurra hasta llegar a la noche del 24.

Mi primera y hasta ahora única navidad en Madrid fue la del 2003. La recuerdo especialmente porque la pasé junto al que ahora es el compañero de mis días, de mis noches y de mis arrebatos de todo tipo. Creo que fue también, mi primera pascua navideña venezolana, pues la compartimos con algunos compatriotas de mi esposo. En Venezuela son típicas las hallacas –humintas de navidad les llamo yo– y el pan de jamón entre otras especialidades, mi esposo amasa cada año un pan maravilloso. Guardo el diciembre del 2003 con mucho cariño, además porque me reencontré con Luis, un querido amigo del colegio que nos dio cobijo un par de noches en Madrid, teníamos por lo menos cinco años de no vernos; ahora han pasado ya otros tantos. Y otro reencuentro entrañable con mi queridísima Beatriz, la amiga madrileña que conocí en Bolivia a finales de los noventa, a la que busqué sin pausa el 2001 durante mi estadía en Madrid y con la que sigo compartiendo la amistad y ahora la experiencia inagotable de la maternidad pese a la distancia. La visitamos en la inolvidable Villa Viciosa de Odón, un pueblito pintoresco y de fábula apostado en las afueras de la capital española.  
Exceso de abuelitos en Malta. Foto: Camilo Cárdenas.
El 2004 la navidad nos pilló sin plan, sólo sabíamos que queríamos viajar, escapar del frío y pasear. Nos decidimos por Malta y por un paquete turístico last minute que incluía hotel y media pensión. Nunca voy a olvidar la llegada al aeropuerto maltés, saliendo del avión abrigada cual cebolla y aquel primer vaho de aire tibio tan acogedor e impensable para un diciembre que nos dio la bienvenida. El 24 en la noche nos acicalamos para celebrar y pronto nos percatamos de que éramos la única pareja por debajo de los 35. La mayoría eran matrimonios de la tercera edad y provenientes de distintos rincones europeos, todos  amables, parlanchines y simpáticos. Así pasamos la Navidad, en medio de un exceso de abuelitos. Cuando recuerdo Malta, sin embargo, no puedo olvidarme de Sumatra, del tsunami despiadado que selló aquel año con la mayor devastación de la que he sido televidente-testigo. Aquel 26 de diciembre no pudimos subirnos al ferry que nos llevaría a conocer las islas aledañas, nos informaron que las aguas del Mediterráneo estaban bravas y ya cuando llegamos al hotel un poco desilusionados, nos enteramos que las aguas del Índico estaban enfurecidas y completamente descontroladas. 

El mejor regalo de la navidad del 2005 lo recibimos faltando muy poco para la Nochebuena, la primera que compartíamos juntos –mi esposo y yo– en Alemania, en nuestro departamentito heladito ubicado al este de la ciudad de Karlsruhe. Un par de días antes me había encontrado con unas amigas en el Christkindlesmarkt y con ellas disfruté unas cuantas tacitas aromáticas y calientitas de Glühwein. Al llegar a casa el contenido de las tacitas fue a parar irremediablemente al inodoro. Ojo, que borracha no estaba. Ante la sospecha de lo que podría ser, me compré al día siguiente un test de embarazo que dio positivo y un día más tarde, el último laborable del año, lo confirmé con mi obstetra y con ese bicho tan silencioso y tan moderno que me mostró el latir incansable del corazón diminuto de mi pequeñito, acurrucadito en los pliegues de mi vientre. Fue nuestro obsequio transatlántico porque también llenó de alegría a nuestras familias tanto en el norte como en el corazón de Sudamérica. Para mí, el mejor regalo que Dios me pudo haber dado. Así recibimos el 2006, siendo tres. Nos fuimos a Berlín a recibir el año nuevo que ya se anunciaba prometedor, a visitar a Patricia, otra orureña querida y trotamundo que vivía por entonces en la ciudad más intercultural de Alemania. 

A partir del 2006 las navidades se convirtieron en fiestas más lindas, la presencia de nuestro primer hijito, Camilo Humberto, se hizo como la luz de una estrella que nunca se apaga ni siquiera ante el resplandor brillante de las mañanas más claras.

El 2007 y el 2008 reedité en estos parajes nórdicos un pedazo de las navidades que durante toda mi vida celebré en casa y en familia: como hija, como hermana, como sobrina, como nieta, como tía. Primero tuvimos la enorme alegría de recibir a mi hermana, a mi sobrino y a ese rinconcito boliviano que tanta falta me hace. Un año más tarde nos visitó mi mamá y fue otra navidad inolvidable porque ya teníamos con nosotros al segundo retoñito. Simón Ernesto nació en noviembre, con la primera nevada del otoño y siendo otro destello que no para de brillar.
Fotos: Robert Cárdenas
Y bueno, lo dicho, la nevada decembrina de este año no me hace ya ni pisca de gracia y aunque esta navidad se acerca a esa velocidad que todavía me parece descabellada, la espero también con ansias y con nostalgias, anhelando ver en los ojitos oscuros del redentor recién nacido, esa paz que se multiplica y ese mucho de amor que (siempre) me rodea. Nueve navidades son muchas y todas estas letras son pocas, pero aquí quedan. ¡Feliz Navidad y un 2011 lleno de prosperidad!
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