lunes, 24 de enero de 2011

Singapur express

Düsseldorf, 2004.

¿Singapur? ¿Dónde rayos queda eso? ¿Cuál es su gentilicio: singapurano o singapurense? ¿Qué idioma hablan por allá? Puras preguntas y una verdad: Karina se va a Singapur. Así nomás, me lo contó prácticamente sin anestesia, tanto que al día siguiente la  llamé por teléfono para contarle que me había soñado que me decía que se iba para Singapur. Pero ¡qué va!, no fue sueño. 

Karina fue la primera latinoamericana que conocí en Alemania, en el primer curso de alemán (para avanzados) que hice en el Goethe Institut en Mannheim, julio de 2002. Difícil no detectarla, no sólo porque las latinas somos bien “detectables” en estas latitudes, sino porque ella es alta, bien alta y bien mexicana. Karina es de la Peñita del Jaltemba, cómo olvidar que cuando me lo dijo, me reí a pierna suelta pensando que se burlaba de mí, ignorancia la mía y mis disculpas a la Peñita aquella. Juntas nos escapamos a Luxemburgo en el 2004 y si hay algo que disfruté y todavía disfruto, es su sentido del humor y mis puras carcajadas. 

Llevamos ocho años de amistad. No nos vemos cada fin de semana ni nos llamámos por teléfono todas las noches, de vez en cuando nos mensajeamos en el facebook, nos confesamos, nos apoyamos, nos comprendemos, como mariposas acuáticas nos reconocemos, la pasamos bien cuando nos juntamos... somos amigas. Es una persona con la que  me sentí a gusto desde el principio y también cuando me sacaron una de las muelas del juicio –la que quedaba– en Mannheim y me alojé en su casa para recuperar; cuando la visité en su departamento en el precioso pueblito de Hilden cerca de Düsseldorf; cuando ya convertidas en mamás la visité en su casa en Darmstadt, allá fuimos de visita con nuestra propia visita y a todos nos recibieron con los brazos abiertos, fue durante la Semana Santa del 2009. Ha pasado ya un tiempo y me siguen los felices recuerdos de su casa, la imagen cantarina de mi hijo mayor gritando a voz en cuello: “¿Dónde están los huevos (de Pascua)?”, por ejemplo. 

El hecho es que Karina se va. Apenas hace un par de semanas que llegó de México, después de casi seis meses y cuando ya empezaba a alegrarme por su retorno y a planificar nuestra primera cita, resulta que se va... ¿y ahora qué hago? El tiempo me dio para sorprenderme de golpe, para asumirlo a las volandas, para poner cara de circunstancia y para ofrecer ayuda en el traslado. Me alegro, claro que me alegro, sobre todo por el ejemplo de valentía y ovarios que me da. Se va con toda su familia, así nomás. Pero quién sabe y quizás mi próxima visita sea allá, en Singapur, ahora que sé dónde rayos es que está.

miércoles, 12 de enero de 2011

Mis musas de la guarda

Nunca fui musical. Nunca en el sentido de dedicarme a la música de manera profesional, disciplinada y entregada. Lo que sí puedo asegurar es que la música me encanta y que tanto he bailado como cantado en sus alrededores con harta pasión. Hasta el bombo he tocado y me he dejado poseer por sus pom-po-po-pom-posos acordes en estos casi diez años de autoexilio.

Desde chica hice ballet (en el Ballet Katushia de Fernando Gómez, Oruro), tomé algunos cursos de piano (en la academia González de Oruro) y como buena orureña bailé con devoción a la Mamita del Socavón en el Carnaval. 14 años para ser exacta, 10 de los cuales se los entregué con toda el alma a mi querida Fraternidad La Diablada. Fui una de las primeras cuatro osadas y atrevidas mujeres que se disfrazaron de diablesas en el carnaval del 92, las primeras de Oruro y del mundo (suena, bien, ¿no?). 

Coro del Colegio Alemán de Oruro, año 1992.
En el canto no tuve tanto éxito. Siempre quise pertenecer al coro de mi colegio y aunque mi querido profe Durán (¿qué será de él?) me dijo desde un principio que yo era un cero a la izquierda (bueno, no textualmente, pero era la intención), no me di por vencida, igualito me colaba para ensayar con el ramillete de cuerdas vocales elegidas. A veces el Sr. Durán se daba cuenta y me devolvía a mi pupitre, pero al final lo logré y por lo menos un año canté en el coro en la segunda voz: contraaltos. 

Desde siempre quise aprender a tocar la guitarra –mi mamá la tocaba y además cantaba– y aunque no como los maestros que he conocido y admirado, también la rasgueé como pude y me atreví incluso a crear un grupo de música durante mis años de estudiante. Formamos una Rondalla Universitaria que se presentó un par de veces en público. Lo cierto es que antes de irme a Madrid, la música y yo teníamos ya un íntimo contacto. 2001, en España bailé cuanto quise, especialmente en La Solera, el bolichito madrileño que se convertía en la mejor pista bailable de la ciudad pasadas las diez. Estamos hablando además, de un grupo de alrededor de 20 becarios latinoamericanos entre 20 y 30 años y que eran capaces de hacer fiesta en cualquier lugar y bajo condiciones de todo tipo. El único verano español del que he sido testigo me permitió además, escuchar en directo a Pedro Guerra, el mismo que me hacía suspirar en mis lejanas noches paceñas. Un
Benedetti y Sabina en la Casa de América, Madrid.
concierto inolvidable. En las mismas latitudes, las musas me reservaron el regalo supremo de ver juntos en el mismo escenario a Mario Benedetti y Joaquín Sabina. Esto ocurrió el 5 de junio de 2002 en la Casa de América de madrid, cuando el maestro Benedetti presentó su libro de poemas Insomnios y duermevelas,
evento del cual participó como comentarista el maestro Sabina. Poco faltaba entonces para que dejara España y me estrenara como extranjera en Alemania. Respiro largo aquí para compartir la sublime Diáspora del maestro ausente:

En la diáspora en paz nos asomábamos
al país del que fuimos y que somos
a veces nos llegaban resonancias
que guardábamos siempre en el ropero

en todas partes hay corajes mansos
y miedos agresivos / qué relajo
el exilio es un cóctel de perdones
y de arrepentimientos suspendidos

el cielo del exilio no es el mismo
ni mejor ni peor / son otras nubes
y el de la gente es otro laberinto
donde encontramos vida y la perdemos

la solidaridad es la palabra
que nos abraza hasta creer que somos
luz y sombra de aquí ¿ajenas? ¿propias?
Vaya / lejos o cerca somos alguien

Verano. El primer día de julio me dio la bienvenida a Alemania. El calor y los rayos del sol le depositaron colores a las imágenes grises y de guerra que guardaba en la cabeza de un país que siempre consideré metálico y nublado. La primera ciudad en la que viví –fueron sólo tres meses durante el curso de alemán en el Goethe Institut– se llamaba Mannheim y era en comparación con Madrid, un pueblito sin ningún chiste. Las musas tampoco me abandonaron por entonces. Recuerdo tres acontecimientos insuperables durante mi paso por el Goethe Institut. El primero, mi debut en las tablas. Hice de Blanca Nieves en una obra de teatro mínima, artesanal y amateur... no teníamos ni vestuario ni utilería ni siquiera una blanca Blanca Nieves... era cualquier cosa. El segundo, un festival intercultural que organizó el Goethe y en el que participé con otras cuatro chicas latinoamericanas (de México, Venezuela y una compatriota). Tampoco teníamos gran cosa de vestuario y la música era un potpourrí de tres pistas que comenzaban con una ranchera mexicana seguida de una morenada boliviana y que cerraba con un joropo venezolano. Recuerdo que me encantó bailar la morenada, un sentimiento único. Y el tercero fue una velada folklórica que organizó una de las tantísimas organizaciones de amistad boliviano-alemana y que se llevó a cabo prácticamente enfrente de mi residencia estudiantil en Mannheim. Vi de todo, desde tinkus hasta caporales. Reconocí a varios bolivianos entre los presentes, no hablo de re-conocerlos, sino de identificarlos como compatriotas por el color de la piel y el de los ojos, se trataba sin embargo, de jóvenen bolivianos adoptados por alemanes. Se me hizo cuadritos el alma...

En Mannheim nunca fui a ninguna iglesia católica. Mi casera, Helga, era miembro de la iglesia de los nuevos apóstoles. Cuando me invitó a ir, acepté primero por mi pura curiosidad patológica y al final terminé yendo prácticamente todos los domingos precisamente porque me gustaban sus celebraciones con cantos y grupos de música, nada que ver con los evangélicos histriónicos que se deshacen a gritos y más bien parecen poseídos. Así que pude cantar también. De Mannheim también heredé mi gusto por Alejandro Filio, el mexicano del llamado canto nuevo y al que no había conocido en Bolivia. Lo escuché gracias a una mexicana que conocí en Mannheim y me encantó.  

Acabado y aprobado el curso de alemán dejé Mannheim y pasé a Karlsruhe, que es la ciudad en la que actualmente se halla mi ancla. A Dios gracias Karlsruhe no es Mannheim y pese a eso: Mannheim, ¡te estimo!. La vida estudiantil de verdad comenzó allí. No era ni la sombra de los fiestones y amanecidas de Madrid, por supuesto, pero algo había. Mis musas de la guarda volvieron a envolverme en sus dulces vahos. En Karlsruhe conocí a varios compatriotas, algunos de ellos excelentes intérpretes del charango, la guitarra, la zampoña y la quena y con los cuales organizamos unas señoras celebraciones de las fiestas patrias con picante de pollo e interpretación de las sacrosantas notas del himno nacional incluidos. Unas fiestas únicas e inéditas para mí porque en Bolivia nunca había festejado en semejante forma la  independencia nacional, es la ley del que se va. 

Antes de que septiembre de 2003 llegara a su fin, oficialicé con el que ahora es mi esposo, gracias a él conocí a Alí Primera, una cantante venezolano de primera, un trovador urbano de verso embriagador y revolucionario y que un accidente (de derecha) silenció para siempre en 1985. Así que Venezuela también se me coló no sólo por el amor sino también por los poros del pentagrama y desde entonces también disfruto de las gaitas (ritmo musical típico navideño), los joropos, el cuatro (instrumento musical de cuatro cuerdas) y claro, la salsa. Pero que quede claro, yo bailo salsa como quiero y no siguiendo pasos, rutinas y vueltitas como hacen casi todos los alemanes que llenan las escuelas de baile por estas latitudes... ¡no lo disfrutan, lo cumplen!
El Tempodrom de Berlín.

En octubre de 2003 nos fuimos (ya éramos nosotros) a Berlín y yo aproveché para buscar a una amiga argentina que había conocido en Mannheim. Íbamos a encontrarnos en las puertas del Tempodrom, el lugar de eventos más impresionante que he visto y en el que a la hora de la cita prevista, estaría cantando la ¡Negra Sosa!. No teníamos entradas, sólo mucho tiempo para esperar que Cecilia apareciera y una ganas locas de escuchar a Mercedes. Estaba lloviendo, así que nos guarecimos delante de los portones del Tempodrom justo en el momento en el que la gente comenzaba a salir del concierto, de la primera parte de él. Creo que ambos pensamos en la remota posibilidad de entrar, pero ¡¿cómo?! El más canchero de nosotros dos se acercó a un par de alemanas que se marchaban presurosas y les preguntó si no les importaría dejarnos sus entradas en vista de que el concierto ya no les interesaba. ¡Insólito! Ingresamos al Tempodrom y vibramos con la voz de nuestra Negra hasta las lágrimas. Fue el mejor medio concierto de todos estos años. Por cierto, Cecilia no apareció esa noche, pero igual se lo agradezco.

Medio año más tarde, 30 de junio de 2004, el grupo de música folclórica Los Masis de Sucre me trajeron hasta Karlsruhe un pedazo de la patria. Un concierto bien boliviano a excepción del público alemán siempre acostumbrado a admirar y escuchar la interpretación musical casi como en trance y aplaudir recién cuando el artista ha concluido su actuación. A mí me picaban textualmente los pies y las manos y claro, me puse a bailar, a cantar, a vivir. 
Tusuy Latinoamérica y Sumaq Wayra después de una presentación.

El 2004 también, uno de los compatriotas me comentó que existía un grupo de baile llamado Tusuy Latinoamérica (Baila Latinoamérica) integrado por alemanes, peruanos y venezolanos lo cual no habría sido raro hasta que me informé que bailaban saya, es decir caporales. Después de mucha indecisión, visité al grupo que se reunía una vez por semana en la residencia estudiantil de la Comunidad Universitaria Católica. Superadas las presentaciones de rigor y los recelos subliminales de hermandad latinoamericana, a una de las muchachas del grupo se le ocurrió decir que la saya era peruana. Como para montar en cólera quirquincha, sin embargo lo que hice fue aclararles el origen del caporal y despedirme con orgullo boliviano. Lo cierto es que volví y bailé caporal boliviano con el grupo intercultural aquel. Nos presentamos varias veces en acotecimientos diversos. No puedo negarlo, lo disfruté y mucho. Para nuestra última presentación –enero de 2006- hice de todo para que mi primer hijito y yo entraramos en el traje de caporal, tenía casi tres meses de embarazo. En esas idas y venidas, lo que yo realmente quería era que mis compatriotas musicales se reunieran a tocar música nacional. Los convoqué una fría noche de octubre de 2005 a mi departamento y allí mismo guitarreada de por medio, nació Sumaq Wayra (Buenos Vientos), una ilusión. Mi intención no era tocar con el grupo ni menos cantar, ya sabemos cómo me iba con eso, pero los chicos insistieron y la verdad, no me hice rogar. Aprendí a tocar el bombo y cantaba a voz en cuello, realizada. Fue una experiencia alucinante, especialmente cuando tocábamos tinkus... el bombo me poseía. Prácticamente durante todo mi primer embarazo toqué con el grupo, no faltó quien me adviertiera que eso podía dañar al bebé. “Su hijo va a nacer sordo”, me dijo por ejemplo, un alemán desbordante de tacto y sensibilidad. Pero mi hijo no nació sordo, nació musical. Quizás también porque juntos fuimos una vez a la ópera (Der fliegende Holländer – El holandés errante) y al ballet clásico. La tercera palabra que mi primer hijo aprendió a pronunciar fue “música”. Todavía lo recuerdo a 60 centímetros del suelo y extendiendo sus bracitos en dirección a los parlantes y pronunciando a media lengua “micana, micana”. 
Lila Downs, concierto 2008, Tollhaus-Karlsruhe.

Los últimos acordes del 2004 me llegaron el 17 de noviembre. Como ya me había ocurrido en otras ocasiones, me enteré un día antes de que ya fuera demasiado tarde, del concierto que iba a dar Lila Downs en el Tollhaus, un centro de actividades culturales de Karlsruhe. Lo pensé dos veces, se trata de la cantante mexicano-estadounidense que interpretó –entre otras– la famosa canción “La Llorona” en la película de Frida, quizás el único detalle que aprecié positivamente de aquel rodaje para olvidar. Mi instinto me advirtió que debía dejarle a la duda su lugar y no se equivocó, ¡no se equivocó! Lila Downs me encantó, me gustaron sus ritmos diferentes, sus letras intempestivas, su facha, sus trenzas. Después de aquel concierto inolvidable, tuve la oportunidad de entrevistarme con Lila y de cobijarme con la sencillez de su cálida personalidad. Repetí la experiencia musical en el verano del 2008, esta vez sin entrevista, pero con el mismo embeleso y la emoción de estarle transmitiendo a mi segundo hijo –anudado todavía en mi vientre– mi gusto por la música de Lila. 

Brinco así hasta el 2008, a septiembre, a dos meses del nacimiento de mi segundo bebé. Dejamos al primer retoño al cuidado de unos amigos y nos fuimos a ver el concierto de la Orquesta Sinfónica Juvenil de Venezuela dirigida por el maestro Gustavo Dudamel. Otra vez una locación de ensueño –el Festspielhaus de Baden Baden– y un concierto memorable. 

A estas alturas las musas siguen estando y si de verdad me pongo a recordar más, veo que estos son sólo unos atisbos de todo lo que ellas me han deparado en estos años, les debo un profundo e inacabable gracias, que vale también para todos los ojos que hasta aquí me acompañaron.
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