lunes, 21 de febrero de 2011

¡Adivina con quién me encontré!

A lo largo de estos años he constatado que la distancia y el tiempo elevan considerablemente la intensidad de un re-encuentro o un re-conocimiento. Eso de que el mundo es un pañuelo, un botón, un grano de arroz tiene su tanto de verdad; en todo caso me emborracha la idea de saber que en contadas ocasiones la vida nos pone en determinados sitios con tal de hacer de los re-encuentros un hecho único a registrar. Un re-encuentro no es sólo una coincidencia de dos personas u objetos que ya antes se conocían, puede darse tambiéne entre seres que de alguna manera se conectan por razones diversas y cuyos horizontes se entrecruzan no sin un objetivo misterioso que es difícil de comprender y a veces, de explicar.

Las primeras semanas de mi estadía en España –finales de octubre de 2001– viví en Parla, una de las cercanías de Madrid y en la que Daniela e Ian, un matrimonio de bolivianos me acogió en su casa. No los conocía de antes, pero sabía que ella había sido compañera de colegio de mi mejor amiga de la universidad, Ximena. Hablo del Colegio Los Pinos de La Paz. 

El metro de Madrid.
Ya cuando el ritmo madrileño formaba parte de mi cotidiano, me subí un día sin destino concreto y a hora pico a un metro que cruzaba las entrañas de Madrid de Norte a Sur. La rush hour en el subterráneo puede llegar a ser una experiencia agobiante. Muchísima gente de pie, olores que suben y otros que bajan. Cuando por fin pude sentarme, vi con curiosidad que la señora que tenía sentada a mi lado iba leyendo un libro titulado “La tierra de las papas” y llevaba sobre las piernas otro que tenía por nombre Historia de Bolivia. Increíble. Entablada la conversación, me enteré de que el libro era una novela corta escrita por Paloma Bordons y que trataba de Bolivia y que la amable dama era la maestra de una escuela primara ubicada en Parla –la cercanía de la que ya hablé–. Mucho me alegré a la postre de haber sido protagonista del tal re-encuentro con mi patria, puesto que el libro no sólo era una pésima, sesgada y racista referencia de Bolivia, sino también porque un par de meses más tarde asistí a la escuela primaria invitada por l@s alumn@s de aquella maestra y a quienes pude ofrecer una imagen –espero yo, al menos– un poco más justa de la tierra que me vio nacer. Dicho sea de paso, el mentado libro es lectura oficial de la primaria española razón por la cual mi fervor patriótico herido me llevó hasta el despacho del Embajador de Bolivia en España, Manfredo Kempff Suárez, a quien le presenté el caso con toda la seriedad posible y del que ilusamente esperé una reacción a la altura. Salí de la Embajada tragándome el malrato que la simpática Secretaria chaqueña me obsequió y a la que el libro de Bordons le pareció “muy bonito”, razón por la cual mis arrebatos en defensa de Bolivia no tenían ningún fundamento.

En otra ocasión, el metro de Madrid volvió a obsequiarme un re-encuentro. Me bajé en la estación de Bilbao y me crucé con quien había sido mi vecina en mi edificio en La Paz. Nos veíamos prácticamente a diario en el ascensor y realmente poco nos saludábamos, es la verdad. Me sorprendió verla allí, por supuesto que nos paramos a conversar. Al igual que yo, ella estaba estudiando en Madrid y teníamos casi el mismo tiempo de estar fuera. No volví a verla más y nada sé ya de su existencia. 

Cuando a finales del 2001 me visitó en Madrid mi ex-colega de trabajo Marisol, nos fuimos –por separado– a Roma, queríamos pasar la Navidad allá. Cuando llegué a Italia y me bajé del avión, tomé el tren en dirección a la ciudad. En el mismo vagón me topé con Aldo, un orureño al que tenía años sin ver. Nunca fuimos amigos en nuestra tierra natal, pero ¿quién no se conoce en Oruro? Nuestro breve pero sonriente saludo en aquel vagón me queda como un recuerdo de mi inquebrantable orureñidad. En Roma, Marisol y yo teníamos que encontrarnos en el albergue juvenil que yo había reservado para pasar aquellos días. En la recepción de la pensión me informaron que no había ningún huesped con las características con las que yo no paraba de describir a mi amiga. Desesperación. No se me ocurría manera alguna de buscarla, de encontrarla. Le escribiré un mail, pensé, pero era bastante improbable que lo leyera pronto, sin embargo creo que lo hice. Mi primer paseo por las calles de Roma se inició al atardecer del 23 de diciembre y en una de las primeras calles que giré para continuar me pareció ver una cara conocida que no era otra que la de Marisol. ¡Qué alivio tan maravilloso! 

El re-encuentro más entrañable en España fue con Beatriz, la amiga española que conocí en 1998 en la redacción del desaparecido periódico boliviano Presencia. Cuando Bea se fue de La Paz, yo sólo tenía su correo electrónico (que no me funcionaba) y en algún sobre apuntada su dirección postal: Calle de la Giralda. Habíamos perdido contacto, sin embargo yo quería volver a ver a mi amiga. Un día de enero de 2002 me armé de un plan de metro y un mapa de la ciudad y me lancé a Madrid en su búsqueda. La encontré. Re-encontrar a Bea hizo de mi paso por España una estadía acogedora e inolvidable.  

Algunos meses más tarde, todavía en Madrid, me sumé a la travesía de tres compañeros latinos que se iban en auto hasta Paris. Inolvidable el ingreso de madrugada a esa hermosa ciudad que a luz y a sombra permanece celosamente custodiada por la Torre Eiffel. Abrí los ojos ante su puntiaguda silueta, con los tonos grises del amanecer y una voz femenina en la radio del coche que –supongo– anunciaba a Silvio Rodríguez y su Unicornio... sublime. Pasé y repasé Paris de arriba hacia abajo. Comí crepes de todos los sabores y en todas las esquinas, porque además era el alimento más económico. El último paseo lo di con el grupo, nos fuimos  al Palacio de Versalles ubicado a unos 20 kilómetro de la capital del Molin Rouge. El Palacio, como todos los de fantasía, era una seguidilla de salones a cual más lujoso y adornado. Mientras iba caminando tras la larga y nutrida fila de turistas de todo el mundo que recorría uno de los interminables pasillos del castillo, me pareció reconocer a alguien entre los guías turísticos. Para no dar crédito a mis pupilas, se tratata de Benjamín, un entrañable compañero al que había conocido durante mis años de estudio en el Goethe Institut de La Paz. Fue un gratísimo re-encuentro.

Ya en tierras germanas, los re-encuentros no se dejaron amilanar. En Mannheim, la primera ciudad alemana en la que viví, conocí a Ivy, una compatriota que había sido compañera en la UMSA de uno de mis primos y la que me hablaba constantemente de un orureño que vivía en Karlsruhe y de cuyo nombre yo no tenía ni la más peregrina idea. Cuando unos meses más tarde, ya establecida en Karlsruhe –año 2002–, me subí un día al tranvía, mayúscula sorpresa me llevé al encontrar al Gato, sobrenombre con el que este amigo era conocido en mi colegio en Oruro. Resultó ser la misma persona de la que Ivy me hablaba. Aunque durante el colegio sólo nos conocíamos de vista, el Gato se hizo un gran amigo en todos estos años. No hay otra persona con la que pueda charlar tan a gusto y con conocimiento de causa de Oruro y de todos los demás quirquinchos repartidos en el mundo. Después de todo ¿quién no se conoce en Oruro?

El 2004 comencé mi ingreso a las aulas, pero esta vez como docente de español. Un día que pasé a la secretaría del Centro de Idiomas de la Universidad de Karlsruhe a firmar una lista, me llamó la atención leer el apellido Kentscke en la nómina. Imposible, pensé, era el apellido de uno de los profesores alemanes que tuve en el colegio. Sería demasiado, me dije y ya que no perdía nada preguntando, indagué con la secretaría. ¡Único! Se tratata de mi maestro. Pedí que me diera sus datos y un buen día lo llamé por teléfono e incluso nos encontramos para conversar. Aunque se veía un poco diferente y a mí me daba la impresión de que había reducido de tamaño (yo había crecido en realidad), su timbre de voz y su forma de ser estaban intactas después de más de quince años. Todavía no puedo creerlo. 

El 2006 conocí a Genoveva, una cochabambina que migró a estas tierras junto a su familia. Un día  vino a mi departamento en busca de la cuna blanca que mi primer hijito ya no necesitaba. En la charla de circunstancia, una pregunta llevó a la otra y así descubrimos que no sólo habíamos sido compañeras en la primaria –tuve que admitir que no la recordaba– sino que su papá fue mi profesor de Física en el colegio. ¿Cómo no voy a comulgar de mi propia teoría sobre los los re-encuentros, sobre su naturaleza mágica, esos guiños coquetos del destino, la providencia o la misma vida?

En abril del 2010 me empeñé en asistir a un evento organizado por la Evangelische Erwachsenenbildung nördlicher Schwarzwald (EENS), una velada cultural dedicada a Bolivia que se llevaba a cabo en la pequeña ciudad de Calw. El sitio no queda cerca de Karlsruhe, razón por la que me acoplé a otros compatriotas para ir en auto hasta allá. En Calw conocí a Virginia, una boliviana radicada en Alemania y que según me dijo en las breves palabras de saludo que cruzamos al principio, vivió un tiempo en Oruro. Yo ni siquiera le veía cara conocida, así que mal podría haberle dicho que me acordaba de ella. Virginia me preguntó entonces por mi apellido materno, Villegas le dije; me preguntó por mi mamá, mi tocaya. Al cabo de unos minutos me dijo entonces: Tu abuelita me enseñó a leer y escribir. Me ardieron lágrimas en los ojos y una emoción incontenible me llenó el pecho. Virginia había hecho la primaria en el Donato Vásquez de Oruro, escuela fiscal en la que mi abuela, Rosa Helena Guzmán de Villegas se desempeñaba como maestra. Fueron tan elogiosas y dulces las palabras con las que Virginia se refirió a su profesora, que no hice más que añorarla y extrañarla, agradeciéndole esa hermosa manera de recordarme que ahí está siempre, cuidándome y guiándome.

Hace dos semanas que me escapé sola por unos días a Madrid. Regresé sola después de diez años. Los re-encuentros con mis cargas personales y espirituales actuales estuvieron a la orden del día. La muchacha que iba leyendo El Diario de Ana Frank en el metro, la vendedora venezolana en la tienda de zapatos de Chueca, el guiso de quinua en la casa de Upi, las chicas alemanas en el ascensor del Corte Inglés, el zampoñero-charanguero ¿boliviano? que tocó el Llorando se fue en otro viaje de metro, y por supuesto, volver a ver a Bea.

Y en estos años también he vivido re-encuentros pactados que permanecen en mi memoria como un bálsamo refrescante, personas y momentos que he disfrutado y que prometen multiplicarse con cada día que pasa... pese al tiempo y a la distancia.
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