viernes, 1 de abril de 2011

Levanta vuelo la Mariposa en el agua II

Levanta vuelo la mariposa acuática... esta vez rumbo a su casa. Vuelvo a Bolivia, después de casi una década de estar en Europa, regreso a las raíces que me identifican y por las que sé, vale la pena trabajar.

Inicié este blog con toda la intención de que durara hasta octubre de este año, para conmemorar los diez años que dejé mi tierra, pero la Providencia siempre es más fuerte que una y qué bueno que así sea. ¿Qué más puedo decir? Que las últimas dos semanas han sido una derroche de intensidad, que las despedidas de estos días me han hecho llorar, que estoy feliz de volver a casa y que me he descubierto más enamorada que nunca de mi esposo. 

Hoy me despedí de mi Krabbelgruppe, que en español sería mi grupo de gateo. Somos un grupo de cuatro mamás, mujeres, amigas... nos conocimos en el curso de preparación para el parto, es decir hace casi cinco años. Cuando ya nuestros retoños estaban en nuestros brazos, comenzamos a reunirnos una vez por semana para intercambiar ideas, quejas, preguntas, para conversar, tomar café y comer pastel. ¿Saben qué le dije a mi esposo después de la primera reunión? Que posiblemente no duraría mucho mi participación... y me equivoqué rotundamente y nunca un error ha sido tan placentero como este. Hoy me reuní con mis amigas por última vez, han sido cuatro años y medio de reuniones semanales, de celebración de cumpleaños infantiles, de risas, de llantos, de abrazos. Nuestros hijos (mayores y menores) han crecido juntos y se han hecho tan amigos como nosotras. Los llevo a todos en el corazón como la huella imborrable de una amistad maravillosa, como el recuerdo imperecedero de una maternidad compartida... Christiane, Judith y Birgit, las voy a extrañar, las voy a extrañar muchísimo.

Mis hijos se despidieron también de sus respectivos grupos y maestras en sus respectivos Kindergartens. Han sido enormes las muestras de cariño que mis pequeñitos se llevan.  Nos despedimos también de nuestra querida Frau Liebert, la Tagesmutter de mis hijos. Gracias por toda su ayuda y la entrega con la que se dedicó al cuidado de mis pequeños.

Mañana participaré de mi última tertulia literaria y no puedo sino agradecer a mi asociación Literatenrunde por haberme nombrado miembro honorario... Gracias de todo corazón. Ich werde ganz sicher weiter auf Deutsch schreiben! 

Mañana estarán abiertas las puertas de mi casa para recibir a todos/as los/as amigos/as, para seguir recibiendo abrazos y dándolos. A todos/as un enorme GRACIAS por sus palabras de ánimo y de cariño. 

Es difícil terminar un blog, lo mismo que enfrentar una despedida, así que aquí seguiré recordando lo que estos años de vuelo me han permitido aprender, vivir y querer.

jueves, 17 de marzo de 2011

De madera las bodas

La primera boda a la que fui invitada en Alemania, fue la de Melda y Martin. Fue en el verano del 2003, una fiesta linda, una novia dichosa, un novio enamorado y una unión intercultural. Melda es turca y Martin alemán. De todas las compañeras que he conocido en la Universidad, Melda es una de las más especiales y una de las pocas –sino la única– con la que todavía tengo contacto en estas tierras.  Recuerdo la fiesta de su matrimonio con cariño, el baile en ronda típico de Turquía, el luminoso sol y la cara sonriente de mi amiga. 

Al año siguiente se casó Evelyn, mi casera; en segundas nupcias se unió con Dieter en un frío día de primavera. Mientras yo ocupé largas horas arreglando mi cabello y buscando un maquillaje decente, grande fue mi sorpresa al ver a la hija de Evelyn con la cara lavada y el mismo peinado que llevaba cuando se levantó de la cama aquella mañana. Evelyn y Dieter se casaron en la oficina central del registro civil de Karlsruhe. A Dieter se le quebró la voz justo antes de decir “acepto” y a Evelyn se le llenaron los ojos de lágrimas ante aquella muestra de amorosa emoción. Compartí con Evelyn los primeros dos años de mi estadía en Alemania, en mi cuartito azul de Hagsfeld, con su gato gris y las noches en calma. Fue sin duda una compañía acogedora y que guardo con nostalgia. 

Sonderborg, Dinamarca. Oficina del Registro Civil y a la izquiera, la peluquería. Todo al alcance de la novia :)

El 2005 asistí a la boda de Tony y Silvana, una celebración a lo grande y en la que comencé a aprender un poco más de las costumbres alemanas en este tipo de acontecimientos. Los recién casados salieron de la iglesia en medio de una divertida lluvia de traviesos arroces blancos y lo primero que hicieron fue recibir dos tijeras enormes con las que cortaron el enorme corazón rojo que estaba pintado en una sábana blanca. La fiesta fue –como en toda boda– un derroche de alegría, porque además estamos hablando de la unión matrimonial de un venezolano y una italiana, así que el resto es fácil de imaginar. A cierta hora de la fiesta, empezaron los juegos, no sólo el de quitar a la novia la liga de la pierna con los dientes, sino otros como por ejemplo, sentar en una hilera a todas las chicas de la fiesta, incluida la novia y hacer que el novio –con los ojos vendados– reconozca el pie descalzado de la amada. No querrán saber a quién le pertencía el pie que el feliz novio confundió con el de su flamante esposa... ¡Derroche de carcajadas!

El 2007 se casaron Agnes y Jens y lo hicieron en una de las regiones más bonitas del sur de Alemania, al menos para mí, el Rheinlandpfalz (Renania-Palatinado en español). Nos divertimos un montón en esa boda, en la fiesta bailaron en traje típico (Lederhosen-pantalones de cuero) y dando saltos acompasados los interminables hermanos del novio (¿o eran los de la novia?), por la noche se lanzaron al cielo globos iluminados que como luciérnagas regordetas se perdieron volando y mi pequeño Camilito se encargó de trapear el piso del salón con su recién estrenado pantalón azul de caballero. Fue la primera fiesta de matrimonio a la que asistimos con él. 

En el verano del 2009 se casaron Rafael y Norah. A campo abierto se encontraron los novios, él vestido con traje típico peruano y ella de blanco, como la nieve de invierno de su Alemania natal y se casaron en una especie de ritual musical del que todos sus amigos/as fuimos testigos. Fue la segunda fiesta de bodas de Camilito y la primera de Simón, nuestro hijito menor.

Érase una vez en un diminuto pueblito danés, una boliviana y un venezolano.
 
He dejado para el final la boda más especial, la de marzo del 2006 en la que una boliviana se casó con un venezolano en un diminuto pueblito danés llamado Sonderborg. Cruzamos la frontera alemana solos los dos, emocionados, felices y nerviosos, llevando en el corazón el inmenso cariño de nuestras familias lejanas. Me casé de blanco y sobre todo me casé con quien amo. Hoy festejamos nuestras Bodas de Madera, cinco años de construcción sin descanso, con algunos ladrillos que pesan harto y otros que no tanto. Todo aquel que sepa de esta edificación entenderá de qué hablo. 

¡Feliz aniversario Camilo, mi amor!  
¡Te amo!



lunes, 21 de febrero de 2011

¡Adivina con quién me encontré!

A lo largo de estos años he constatado que la distancia y el tiempo elevan considerablemente la intensidad de un re-encuentro o un re-conocimiento. Eso de que el mundo es un pañuelo, un botón, un grano de arroz tiene su tanto de verdad; en todo caso me emborracha la idea de saber que en contadas ocasiones la vida nos pone en determinados sitios con tal de hacer de los re-encuentros un hecho único a registrar. Un re-encuentro no es sólo una coincidencia de dos personas u objetos que ya antes se conocían, puede darse tambiéne entre seres que de alguna manera se conectan por razones diversas y cuyos horizontes se entrecruzan no sin un objetivo misterioso que es difícil de comprender y a veces, de explicar.

Las primeras semanas de mi estadía en España –finales de octubre de 2001– viví en Parla, una de las cercanías de Madrid y en la que Daniela e Ian, un matrimonio de bolivianos me acogió en su casa. No los conocía de antes, pero sabía que ella había sido compañera de colegio de mi mejor amiga de la universidad, Ximena. Hablo del Colegio Los Pinos de La Paz. 

El metro de Madrid.
Ya cuando el ritmo madrileño formaba parte de mi cotidiano, me subí un día sin destino concreto y a hora pico a un metro que cruzaba las entrañas de Madrid de Norte a Sur. La rush hour en el subterráneo puede llegar a ser una experiencia agobiante. Muchísima gente de pie, olores que suben y otros que bajan. Cuando por fin pude sentarme, vi con curiosidad que la señora que tenía sentada a mi lado iba leyendo un libro titulado “La tierra de las papas” y llevaba sobre las piernas otro que tenía por nombre Historia de Bolivia. Increíble. Entablada la conversación, me enteré de que el libro era una novela corta escrita por Paloma Bordons y que trataba de Bolivia y que la amable dama era la maestra de una escuela primara ubicada en Parla –la cercanía de la que ya hablé–. Mucho me alegré a la postre de haber sido protagonista del tal re-encuentro con mi patria, puesto que el libro no sólo era una pésima, sesgada y racista referencia de Bolivia, sino también porque un par de meses más tarde asistí a la escuela primaria invitada por l@s alumn@s de aquella maestra y a quienes pude ofrecer una imagen –espero yo, al menos– un poco más justa de la tierra que me vio nacer. Dicho sea de paso, el mentado libro es lectura oficial de la primaria española razón por la cual mi fervor patriótico herido me llevó hasta el despacho del Embajador de Bolivia en España, Manfredo Kempff Suárez, a quien le presenté el caso con toda la seriedad posible y del que ilusamente esperé una reacción a la altura. Salí de la Embajada tragándome el malrato que la simpática Secretaria chaqueña me obsequió y a la que el libro de Bordons le pareció “muy bonito”, razón por la cual mis arrebatos en defensa de Bolivia no tenían ningún fundamento.

En otra ocasión, el metro de Madrid volvió a obsequiarme un re-encuentro. Me bajé en la estación de Bilbao y me crucé con quien había sido mi vecina en mi edificio en La Paz. Nos veíamos prácticamente a diario en el ascensor y realmente poco nos saludábamos, es la verdad. Me sorprendió verla allí, por supuesto que nos paramos a conversar. Al igual que yo, ella estaba estudiando en Madrid y teníamos casi el mismo tiempo de estar fuera. No volví a verla más y nada sé ya de su existencia. 

Cuando a finales del 2001 me visitó en Madrid mi ex-colega de trabajo Marisol, nos fuimos –por separado– a Roma, queríamos pasar la Navidad allá. Cuando llegué a Italia y me bajé del avión, tomé el tren en dirección a la ciudad. En el mismo vagón me topé con Aldo, un orureño al que tenía años sin ver. Nunca fuimos amigos en nuestra tierra natal, pero ¿quién no se conoce en Oruro? Nuestro breve pero sonriente saludo en aquel vagón me queda como un recuerdo de mi inquebrantable orureñidad. En Roma, Marisol y yo teníamos que encontrarnos en el albergue juvenil que yo había reservado para pasar aquellos días. En la recepción de la pensión me informaron que no había ningún huesped con las características con las que yo no paraba de describir a mi amiga. Desesperación. No se me ocurría manera alguna de buscarla, de encontrarla. Le escribiré un mail, pensé, pero era bastante improbable que lo leyera pronto, sin embargo creo que lo hice. Mi primer paseo por las calles de Roma se inició al atardecer del 23 de diciembre y en una de las primeras calles que giré para continuar me pareció ver una cara conocida que no era otra que la de Marisol. ¡Qué alivio tan maravilloso! 

El re-encuentro más entrañable en España fue con Beatriz, la amiga española que conocí en 1998 en la redacción del desaparecido periódico boliviano Presencia. Cuando Bea se fue de La Paz, yo sólo tenía su correo electrónico (que no me funcionaba) y en algún sobre apuntada su dirección postal: Calle de la Giralda. Habíamos perdido contacto, sin embargo yo quería volver a ver a mi amiga. Un día de enero de 2002 me armé de un plan de metro y un mapa de la ciudad y me lancé a Madrid en su búsqueda. La encontré. Re-encontrar a Bea hizo de mi paso por España una estadía acogedora e inolvidable.  

Algunos meses más tarde, todavía en Madrid, me sumé a la travesía de tres compañeros latinos que se iban en auto hasta Paris. Inolvidable el ingreso de madrugada a esa hermosa ciudad que a luz y a sombra permanece celosamente custodiada por la Torre Eiffel. Abrí los ojos ante su puntiaguda silueta, con los tonos grises del amanecer y una voz femenina en la radio del coche que –supongo– anunciaba a Silvio Rodríguez y su Unicornio... sublime. Pasé y repasé Paris de arriba hacia abajo. Comí crepes de todos los sabores y en todas las esquinas, porque además era el alimento más económico. El último paseo lo di con el grupo, nos fuimos  al Palacio de Versalles ubicado a unos 20 kilómetro de la capital del Molin Rouge. El Palacio, como todos los de fantasía, era una seguidilla de salones a cual más lujoso y adornado. Mientras iba caminando tras la larga y nutrida fila de turistas de todo el mundo que recorría uno de los interminables pasillos del castillo, me pareció reconocer a alguien entre los guías turísticos. Para no dar crédito a mis pupilas, se tratata de Benjamín, un entrañable compañero al que había conocido durante mis años de estudio en el Goethe Institut de La Paz. Fue un gratísimo re-encuentro.

Ya en tierras germanas, los re-encuentros no se dejaron amilanar. En Mannheim, la primera ciudad alemana en la que viví, conocí a Ivy, una compatriota que había sido compañera en la UMSA de uno de mis primos y la que me hablaba constantemente de un orureño que vivía en Karlsruhe y de cuyo nombre yo no tenía ni la más peregrina idea. Cuando unos meses más tarde, ya establecida en Karlsruhe –año 2002–, me subí un día al tranvía, mayúscula sorpresa me llevé al encontrar al Gato, sobrenombre con el que este amigo era conocido en mi colegio en Oruro. Resultó ser la misma persona de la que Ivy me hablaba. Aunque durante el colegio sólo nos conocíamos de vista, el Gato se hizo un gran amigo en todos estos años. No hay otra persona con la que pueda charlar tan a gusto y con conocimiento de causa de Oruro y de todos los demás quirquinchos repartidos en el mundo. Después de todo ¿quién no se conoce en Oruro?

El 2004 comencé mi ingreso a las aulas, pero esta vez como docente de español. Un día que pasé a la secretaría del Centro de Idiomas de la Universidad de Karlsruhe a firmar una lista, me llamó la atención leer el apellido Kentscke en la nómina. Imposible, pensé, era el apellido de uno de los profesores alemanes que tuve en el colegio. Sería demasiado, me dije y ya que no perdía nada preguntando, indagué con la secretaría. ¡Único! Se tratata de mi maestro. Pedí que me diera sus datos y un buen día lo llamé por teléfono e incluso nos encontramos para conversar. Aunque se veía un poco diferente y a mí me daba la impresión de que había reducido de tamaño (yo había crecido en realidad), su timbre de voz y su forma de ser estaban intactas después de más de quince años. Todavía no puedo creerlo. 

El 2006 conocí a Genoveva, una cochabambina que migró a estas tierras junto a su familia. Un día  vino a mi departamento en busca de la cuna blanca que mi primer hijito ya no necesitaba. En la charla de circunstancia, una pregunta llevó a la otra y así descubrimos que no sólo habíamos sido compañeras en la primaria –tuve que admitir que no la recordaba– sino que su papá fue mi profesor de Física en el colegio. ¿Cómo no voy a comulgar de mi propia teoría sobre los los re-encuentros, sobre su naturaleza mágica, esos guiños coquetos del destino, la providencia o la misma vida?

En abril del 2010 me empeñé en asistir a un evento organizado por la Evangelische Erwachsenenbildung nördlicher Schwarzwald (EENS), una velada cultural dedicada a Bolivia que se llevaba a cabo en la pequeña ciudad de Calw. El sitio no queda cerca de Karlsruhe, razón por la que me acoplé a otros compatriotas para ir en auto hasta allá. En Calw conocí a Virginia, una boliviana radicada en Alemania y que según me dijo en las breves palabras de saludo que cruzamos al principio, vivió un tiempo en Oruro. Yo ni siquiera le veía cara conocida, así que mal podría haberle dicho que me acordaba de ella. Virginia me preguntó entonces por mi apellido materno, Villegas le dije; me preguntó por mi mamá, mi tocaya. Al cabo de unos minutos me dijo entonces: Tu abuelita me enseñó a leer y escribir. Me ardieron lágrimas en los ojos y una emoción incontenible me llenó el pecho. Virginia había hecho la primaria en el Donato Vásquez de Oruro, escuela fiscal en la que mi abuela, Rosa Helena Guzmán de Villegas se desempeñaba como maestra. Fueron tan elogiosas y dulces las palabras con las que Virginia se refirió a su profesora, que no hice más que añorarla y extrañarla, agradeciéndole esa hermosa manera de recordarme que ahí está siempre, cuidándome y guiándome.

Hace dos semanas que me escapé sola por unos días a Madrid. Regresé sola después de diez años. Los re-encuentros con mis cargas personales y espirituales actuales estuvieron a la orden del día. La muchacha que iba leyendo El Diario de Ana Frank en el metro, la vendedora venezolana en la tienda de zapatos de Chueca, el guiso de quinua en la casa de Upi, las chicas alemanas en el ascensor del Corte Inglés, el zampoñero-charanguero ¿boliviano? que tocó el Llorando se fue en otro viaje de metro, y por supuesto, volver a ver a Bea.

Y en estos años también he vivido re-encuentros pactados que permanecen en mi memoria como un bálsamo refrescante, personas y momentos que he disfrutado y que prometen multiplicarse con cada día que pasa... pese al tiempo y a la distancia.

lunes, 24 de enero de 2011

Singapur express

Düsseldorf, 2004.

¿Singapur? ¿Dónde rayos queda eso? ¿Cuál es su gentilicio: singapurano o singapurense? ¿Qué idioma hablan por allá? Puras preguntas y una verdad: Karina se va a Singapur. Así nomás, me lo contó prácticamente sin anestesia, tanto que al día siguiente la  llamé por teléfono para contarle que me había soñado que me decía que se iba para Singapur. Pero ¡qué va!, no fue sueño. 

Karina fue la primera latinoamericana que conocí en Alemania, en el primer curso de alemán (para avanzados) que hice en el Goethe Institut en Mannheim, julio de 2002. Difícil no detectarla, no sólo porque las latinas somos bien “detectables” en estas latitudes, sino porque ella es alta, bien alta y bien mexicana. Karina es de la Peñita del Jaltemba, cómo olvidar que cuando me lo dijo, me reí a pierna suelta pensando que se burlaba de mí, ignorancia la mía y mis disculpas a la Peñita aquella. Juntas nos escapamos a Luxemburgo en el 2004 y si hay algo que disfruté y todavía disfruto, es su sentido del humor y mis puras carcajadas. 

Llevamos ocho años de amistad. No nos vemos cada fin de semana ni nos llamámos por teléfono todas las noches, de vez en cuando nos mensajeamos en el facebook, nos confesamos, nos apoyamos, nos comprendemos, como mariposas acuáticas nos reconocemos, la pasamos bien cuando nos juntamos... somos amigas. Es una persona con la que  me sentí a gusto desde el principio y también cuando me sacaron una de las muelas del juicio –la que quedaba– en Mannheim y me alojé en su casa para recuperar; cuando la visité en su departamento en el precioso pueblito de Hilden cerca de Düsseldorf; cuando ya convertidas en mamás la visité en su casa en Darmstadt, allá fuimos de visita con nuestra propia visita y a todos nos recibieron con los brazos abiertos, fue durante la Semana Santa del 2009. Ha pasado ya un tiempo y me siguen los felices recuerdos de su casa, la imagen cantarina de mi hijo mayor gritando a voz en cuello: “¿Dónde están los huevos (de Pascua)?”, por ejemplo. 

El hecho es que Karina se va. Apenas hace un par de semanas que llegó de México, después de casi seis meses y cuando ya empezaba a alegrarme por su retorno y a planificar nuestra primera cita, resulta que se va... ¿y ahora qué hago? El tiempo me dio para sorprenderme de golpe, para asumirlo a las volandas, para poner cara de circunstancia y para ofrecer ayuda en el traslado. Me alegro, claro que me alegro, sobre todo por el ejemplo de valentía y ovarios que me da. Se va con toda su familia, así nomás. Pero quién sabe y quizás mi próxima visita sea allá, en Singapur, ahora que sé dónde rayos es que está.

miércoles, 12 de enero de 2011

Mis musas de la guarda

Nunca fui musical. Nunca en el sentido de dedicarme a la música de manera profesional, disciplinada y entregada. Lo que sí puedo asegurar es que la música me encanta y que tanto he bailado como cantado en sus alrededores con harta pasión. Hasta el bombo he tocado y me he dejado poseer por sus pom-po-po-pom-posos acordes en estos casi diez años de autoexilio.

Desde chica hice ballet (en el Ballet Katushia de Fernando Gómez, Oruro), tomé algunos cursos de piano (en la academia González de Oruro) y como buena orureña bailé con devoción a la Mamita del Socavón en el Carnaval. 14 años para ser exacta, 10 de los cuales se los entregué con toda el alma a mi querida Fraternidad La Diablada. Fui una de las primeras cuatro osadas y atrevidas mujeres que se disfrazaron de diablesas en el carnaval del 92, las primeras de Oruro y del mundo (suena, bien, ¿no?). 

Coro del Colegio Alemán de Oruro, año 1992.
En el canto no tuve tanto éxito. Siempre quise pertenecer al coro de mi colegio y aunque mi querido profe Durán (¿qué será de él?) me dijo desde un principio que yo era un cero a la izquierda (bueno, no textualmente, pero era la intención), no me di por vencida, igualito me colaba para ensayar con el ramillete de cuerdas vocales elegidas. A veces el Sr. Durán se daba cuenta y me devolvía a mi pupitre, pero al final lo logré y por lo menos un año canté en el coro en la segunda voz: contraaltos. 

Desde siempre quise aprender a tocar la guitarra –mi mamá la tocaba y además cantaba– y aunque no como los maestros que he conocido y admirado, también la rasgueé como pude y me atreví incluso a crear un grupo de música durante mis años de estudiante. Formamos una Rondalla Universitaria que se presentó un par de veces en público. Lo cierto es que antes de irme a Madrid, la música y yo teníamos ya un íntimo contacto. 2001, en España bailé cuanto quise, especialmente en La Solera, el bolichito madrileño que se convertía en la mejor pista bailable de la ciudad pasadas las diez. Estamos hablando además, de un grupo de alrededor de 20 becarios latinoamericanos entre 20 y 30 años y que eran capaces de hacer fiesta en cualquier lugar y bajo condiciones de todo tipo. El único verano español del que he sido testigo me permitió además, escuchar en directo a Pedro Guerra, el mismo que me hacía suspirar en mis lejanas noches paceñas. Un
Benedetti y Sabina en la Casa de América, Madrid.
concierto inolvidable. En las mismas latitudes, las musas me reservaron el regalo supremo de ver juntos en el mismo escenario a Mario Benedetti y Joaquín Sabina. Esto ocurrió el 5 de junio de 2002 en la Casa de América de madrid, cuando el maestro Benedetti presentó su libro de poemas Insomnios y duermevelas,
evento del cual participó como comentarista el maestro Sabina. Poco faltaba entonces para que dejara España y me estrenara como extranjera en Alemania. Respiro largo aquí para compartir la sublime Diáspora del maestro ausente:

En la diáspora en paz nos asomábamos
al país del que fuimos y que somos
a veces nos llegaban resonancias
que guardábamos siempre en el ropero

en todas partes hay corajes mansos
y miedos agresivos / qué relajo
el exilio es un cóctel de perdones
y de arrepentimientos suspendidos

el cielo del exilio no es el mismo
ni mejor ni peor / son otras nubes
y el de la gente es otro laberinto
donde encontramos vida y la perdemos

la solidaridad es la palabra
que nos abraza hasta creer que somos
luz y sombra de aquí ¿ajenas? ¿propias?
Vaya / lejos o cerca somos alguien

Verano. El primer día de julio me dio la bienvenida a Alemania. El calor y los rayos del sol le depositaron colores a las imágenes grises y de guerra que guardaba en la cabeza de un país que siempre consideré metálico y nublado. La primera ciudad en la que viví –fueron sólo tres meses durante el curso de alemán en el Goethe Institut– se llamaba Mannheim y era en comparación con Madrid, un pueblito sin ningún chiste. Las musas tampoco me abandonaron por entonces. Recuerdo tres acontecimientos insuperables durante mi paso por el Goethe Institut. El primero, mi debut en las tablas. Hice de Blanca Nieves en una obra de teatro mínima, artesanal y amateur... no teníamos ni vestuario ni utilería ni siquiera una blanca Blanca Nieves... era cualquier cosa. El segundo, un festival intercultural que organizó el Goethe y en el que participé con otras cuatro chicas latinoamericanas (de México, Venezuela y una compatriota). Tampoco teníamos gran cosa de vestuario y la música era un potpourrí de tres pistas que comenzaban con una ranchera mexicana seguida de una morenada boliviana y que cerraba con un joropo venezolano. Recuerdo que me encantó bailar la morenada, un sentimiento único. Y el tercero fue una velada folklórica que organizó una de las tantísimas organizaciones de amistad boliviano-alemana y que se llevó a cabo prácticamente enfrente de mi residencia estudiantil en Mannheim. Vi de todo, desde tinkus hasta caporales. Reconocí a varios bolivianos entre los presentes, no hablo de re-conocerlos, sino de identificarlos como compatriotas por el color de la piel y el de los ojos, se trataba sin embargo, de jóvenen bolivianos adoptados por alemanes. Se me hizo cuadritos el alma...

En Mannheim nunca fui a ninguna iglesia católica. Mi casera, Helga, era miembro de la iglesia de los nuevos apóstoles. Cuando me invitó a ir, acepté primero por mi pura curiosidad patológica y al final terminé yendo prácticamente todos los domingos precisamente porque me gustaban sus celebraciones con cantos y grupos de música, nada que ver con los evangélicos histriónicos que se deshacen a gritos y más bien parecen poseídos. Así que pude cantar también. De Mannheim también heredé mi gusto por Alejandro Filio, el mexicano del llamado canto nuevo y al que no había conocido en Bolivia. Lo escuché gracias a una mexicana que conocí en Mannheim y me encantó.  

Acabado y aprobado el curso de alemán dejé Mannheim y pasé a Karlsruhe, que es la ciudad en la que actualmente se halla mi ancla. A Dios gracias Karlsruhe no es Mannheim y pese a eso: Mannheim, ¡te estimo!. La vida estudiantil de verdad comenzó allí. No era ni la sombra de los fiestones y amanecidas de Madrid, por supuesto, pero algo había. Mis musas de la guarda volvieron a envolverme en sus dulces vahos. En Karlsruhe conocí a varios compatriotas, algunos de ellos excelentes intérpretes del charango, la guitarra, la zampoña y la quena y con los cuales organizamos unas señoras celebraciones de las fiestas patrias con picante de pollo e interpretación de las sacrosantas notas del himno nacional incluidos. Unas fiestas únicas e inéditas para mí porque en Bolivia nunca había festejado en semejante forma la  independencia nacional, es la ley del que se va. 

Antes de que septiembre de 2003 llegara a su fin, oficialicé con el que ahora es mi esposo, gracias a él conocí a Alí Primera, una cantante venezolano de primera, un trovador urbano de verso embriagador y revolucionario y que un accidente (de derecha) silenció para siempre en 1985. Así que Venezuela también se me coló no sólo por el amor sino también por los poros del pentagrama y desde entonces también disfruto de las gaitas (ritmo musical típico navideño), los joropos, el cuatro (instrumento musical de cuatro cuerdas) y claro, la salsa. Pero que quede claro, yo bailo salsa como quiero y no siguiendo pasos, rutinas y vueltitas como hacen casi todos los alemanes que llenan las escuelas de baile por estas latitudes... ¡no lo disfrutan, lo cumplen!
El Tempodrom de Berlín.

En octubre de 2003 nos fuimos (ya éramos nosotros) a Berlín y yo aproveché para buscar a una amiga argentina que había conocido en Mannheim. Íbamos a encontrarnos en las puertas del Tempodrom, el lugar de eventos más impresionante que he visto y en el que a la hora de la cita prevista, estaría cantando la ¡Negra Sosa!. No teníamos entradas, sólo mucho tiempo para esperar que Cecilia apareciera y una ganas locas de escuchar a Mercedes. Estaba lloviendo, así que nos guarecimos delante de los portones del Tempodrom justo en el momento en el que la gente comenzaba a salir del concierto, de la primera parte de él. Creo que ambos pensamos en la remota posibilidad de entrar, pero ¡¿cómo?! El más canchero de nosotros dos se acercó a un par de alemanas que se marchaban presurosas y les preguntó si no les importaría dejarnos sus entradas en vista de que el concierto ya no les interesaba. ¡Insólito! Ingresamos al Tempodrom y vibramos con la voz de nuestra Negra hasta las lágrimas. Fue el mejor medio concierto de todos estos años. Por cierto, Cecilia no apareció esa noche, pero igual se lo agradezco.

Medio año más tarde, 30 de junio de 2004, el grupo de música folclórica Los Masis de Sucre me trajeron hasta Karlsruhe un pedazo de la patria. Un concierto bien boliviano a excepción del público alemán siempre acostumbrado a admirar y escuchar la interpretación musical casi como en trance y aplaudir recién cuando el artista ha concluido su actuación. A mí me picaban textualmente los pies y las manos y claro, me puse a bailar, a cantar, a vivir. 
Tusuy Latinoamérica y Sumaq Wayra después de una presentación.

El 2004 también, uno de los compatriotas me comentó que existía un grupo de baile llamado Tusuy Latinoamérica (Baila Latinoamérica) integrado por alemanes, peruanos y venezolanos lo cual no habría sido raro hasta que me informé que bailaban saya, es decir caporales. Después de mucha indecisión, visité al grupo que se reunía una vez por semana en la residencia estudiantil de la Comunidad Universitaria Católica. Superadas las presentaciones de rigor y los recelos subliminales de hermandad latinoamericana, a una de las muchachas del grupo se le ocurrió decir que la saya era peruana. Como para montar en cólera quirquincha, sin embargo lo que hice fue aclararles el origen del caporal y despedirme con orgullo boliviano. Lo cierto es que volví y bailé caporal boliviano con el grupo intercultural aquel. Nos presentamos varias veces en acotecimientos diversos. No puedo negarlo, lo disfruté y mucho. Para nuestra última presentación –enero de 2006- hice de todo para que mi primer hijito y yo entraramos en el traje de caporal, tenía casi tres meses de embarazo. En esas idas y venidas, lo que yo realmente quería era que mis compatriotas musicales se reunieran a tocar música nacional. Los convoqué una fría noche de octubre de 2005 a mi departamento y allí mismo guitarreada de por medio, nació Sumaq Wayra (Buenos Vientos), una ilusión. Mi intención no era tocar con el grupo ni menos cantar, ya sabemos cómo me iba con eso, pero los chicos insistieron y la verdad, no me hice rogar. Aprendí a tocar el bombo y cantaba a voz en cuello, realizada. Fue una experiencia alucinante, especialmente cuando tocábamos tinkus... el bombo me poseía. Prácticamente durante todo mi primer embarazo toqué con el grupo, no faltó quien me adviertiera que eso podía dañar al bebé. “Su hijo va a nacer sordo”, me dijo por ejemplo, un alemán desbordante de tacto y sensibilidad. Pero mi hijo no nació sordo, nació musical. Quizás también porque juntos fuimos una vez a la ópera (Der fliegende Holländer – El holandés errante) y al ballet clásico. La tercera palabra que mi primer hijo aprendió a pronunciar fue “música”. Todavía lo recuerdo a 60 centímetros del suelo y extendiendo sus bracitos en dirección a los parlantes y pronunciando a media lengua “micana, micana”. 
Lila Downs, concierto 2008, Tollhaus-Karlsruhe.

Los últimos acordes del 2004 me llegaron el 17 de noviembre. Como ya me había ocurrido en otras ocasiones, me enteré un día antes de que ya fuera demasiado tarde, del concierto que iba a dar Lila Downs en el Tollhaus, un centro de actividades culturales de Karlsruhe. Lo pensé dos veces, se trata de la cantante mexicano-estadounidense que interpretó –entre otras– la famosa canción “La Llorona” en la película de Frida, quizás el único detalle que aprecié positivamente de aquel rodaje para olvidar. Mi instinto me advirtió que debía dejarle a la duda su lugar y no se equivocó, ¡no se equivocó! Lila Downs me encantó, me gustaron sus ritmos diferentes, sus letras intempestivas, su facha, sus trenzas. Después de aquel concierto inolvidable, tuve la oportunidad de entrevistarme con Lila y de cobijarme con la sencillez de su cálida personalidad. Repetí la experiencia musical en el verano del 2008, esta vez sin entrevista, pero con el mismo embeleso y la emoción de estarle transmitiendo a mi segundo hijo –anudado todavía en mi vientre– mi gusto por la música de Lila. 

Brinco así hasta el 2008, a septiembre, a dos meses del nacimiento de mi segundo bebé. Dejamos al primer retoño al cuidado de unos amigos y nos fuimos a ver el concierto de la Orquesta Sinfónica Juvenil de Venezuela dirigida por el maestro Gustavo Dudamel. Otra vez una locación de ensueño –el Festspielhaus de Baden Baden– y un concierto memorable. 

A estas alturas las musas siguen estando y si de verdad me pongo a recordar más, veo que estos son sólo unos atisbos de todo lo que ellas me han deparado en estos años, les debo un profundo e inacabable gracias, que vale también para todos los ojos que hasta aquí me acompañaron.

martes, 7 de diciembre de 2010

Aleteos multi-kulti de navidad

La nevada decembrina de este año no me hace ya ni pisca de gracia, a ello se suma que -para variar- no sé qué regalarle a mi esposo en esta navidad. Esta será la décima que paso batiendo las alas lejos de Bolivia. La primera de todas la celebré en la Basílica de San Pedro en Roma, Italia, el año 2001. Misa de Gallo celebrada nada menos que por el Papa Juan Pablo II y en compañía boliviana de mi amiga y ex-colega de trabajo Marisol. Aquel 24 nos pasamos algunas horas correteando detrás de cuanta monja y cura encontrábamos en los alrededores de San Pedro, con tal de obtener una invitación –entrada le llamarían los impíos– que nos permitiera ingresar al templo. Nosotras que llegamos hasta Italia sin tener idea de nada, nos enteramos que para participar de tan famosa Misa de Navidad se requería una carta específica que los interesados debían solicitar con meses de anticipación, ¡meses!, nosotras teníamos sólo un par de horas... Nos informaron además, que los sacerdotes y las religiosas recibían más de una invitación y nos podrían colaborar... y el milagro de navidad se produjo, allí estábamos, apostadas en la parte trasera de la Basílica, boquiabiertas ante el lujo y la belleza de semejante iglesia y felices de ver a Juan Pablo. Juntas celebramos también la llegada del 2002 y con él, la jubilación de la peseta y la introducción del euro como moneda oficial en Europa. Fue una noche divertida y un poco fría la de ese 31 en la Puerta del Sol, el corazón de Madrid y ex-guarida del Oso del Madroño, se mudó hace algunos años a la Puerta del Alcalá. Marisol fue la primera visita que recibí en esta casi década de autoexilio, la primera de muchas, razón por demás para sonreír. 
El Oso y el Madroño, Madrid. Foto: Internet.
Las fiestas de fin de año que se avecinan a una velocidad descabellada, las pasaré seguramente cantando y sintiendo una “blanca navidad” y recordando que la anterior, la del 2009 la compartimos con la familia boliviana en La Paz; con pavo relleno (receta de la abuela), puré de papa y manzana, con galletitas de jengibre y champaña. El 2010 lo estrenamos a las orillas del Lago Sagrado, ese manantial tan azul y tan cargado, esa energía incontenible que no hace falta entender, sólo vivir. 

En todos estos años he tenido navidades que han sido una verdadera aventura o un viaje en el estricto sentido de la palabra. Mi primera navidad en Alemania, en el año 2002, la celebré otra vez acompañada por una boliviana. Ivy y yo acabábamos de retornar de una visita a Salzburgo, Austria y llegamos rozando la medianoche del 24 a la hermosa casa azul (digo yo que como la de mi Frida) de Hagsfeld en la que yo tenía mi habitación estudiantil alquilada. La cena, lejos de parecerse a un muslo de pavo sabroso y calientito, fue una sopa de sobre Maggy que si bien le devolvió el color a nuestras cobrizas mejillas, no nos quitó el hambre. Tomamos vino y entre las dos nos abrazamos a las 12 ante la antipática mirada del solitario gato de mi ausente casera. 

En Alemania son típicas las ferias navideñas o Christkindlesmarkt que se inician a finales de  noviembre y terminan un día antes de Nochebuena. Se instalan en las plazas principales de cada ciudad. Se arman puestos de madera, verdaderas casitas con instalación eléctrica y en las que se puede comer –salchichas de todo tipo, color y sabor, por supuesto– y beber –el Glühwein, vino caliente con especias y frutas que es la especialidad navideña–; allí los niños se divierten en las calesitas y se ofrecen un sinfín de productos artesanales y de todo material que la gente tanto puede admirar como comprar. Ni el frío ni la nieve evita que los lugareños le den vida a los Christkindlesmarkt en toda Alemania. En estas latitudes se acotumbra a los más pequeños a esperar la Nochebuena con un Adventskalender o calendario de adviento y en el que cada día de diciembre –del 1 al 24– reciben ya sea un chocolatín o un obsequio chiquito, una costumbre bien comercial y adecuada para un primer mundo pudiente, claro está. También se celebra el Nikolaustag o el Día de San Nicolás, cada 6 de diciembre los niños reciben pequeños obsequios de este Papa Noel, Santa Claus o Viejo Pascuero que visita por ejemplo, las guarderías y los kindergartens cargando una bolsa con regalitos. Las casas se decoran no sólo con pinos de verdad, lucecitas coloridas y tintineantes, también se arman nacimientos, pesebres y se colocan los Adventskranz o coronas de adviento en las que arderán paulatinamente cuatro velitas, una por cada domingo de adviento que transcurra hasta llegar a la noche del 24.

Mi primera y hasta ahora única navidad en Madrid fue la del 2003. La recuerdo especialmente porque la pasé junto al que ahora es el compañero de mis días, de mis noches y de mis arrebatos de todo tipo. Creo que fue también, mi primera pascua navideña venezolana, pues la compartimos con algunos compatriotas de mi esposo. En Venezuela son típicas las hallacas –humintas de navidad les llamo yo– y el pan de jamón entre otras especialidades, mi esposo amasa cada año un pan maravilloso. Guardo el diciembre del 2003 con mucho cariño, además porque me reencontré con Luis, un querido amigo del colegio que nos dio cobijo un par de noches en Madrid, teníamos por lo menos cinco años de no vernos; ahora han pasado ya otros tantos. Y otro reencuentro entrañable con mi queridísima Beatriz, la amiga madrileña que conocí en Bolivia a finales de los noventa, a la que busqué sin pausa el 2001 durante mi estadía en Madrid y con la que sigo compartiendo la amistad y ahora la experiencia inagotable de la maternidad pese a la distancia. La visitamos en la inolvidable Villa Viciosa de Odón, un pueblito pintoresco y de fábula apostado en las afueras de la capital española.  
Exceso de abuelitos en Malta. Foto: Camilo Cárdenas.
El 2004 la navidad nos pilló sin plan, sólo sabíamos que queríamos viajar, escapar del frío y pasear. Nos decidimos por Malta y por un paquete turístico last minute que incluía hotel y media pensión. Nunca voy a olvidar la llegada al aeropuerto maltés, saliendo del avión abrigada cual cebolla y aquel primer vaho de aire tibio tan acogedor e impensable para un diciembre que nos dio la bienvenida. El 24 en la noche nos acicalamos para celebrar y pronto nos percatamos de que éramos la única pareja por debajo de los 35. La mayoría eran matrimonios de la tercera edad y provenientes de distintos rincones europeos, todos  amables, parlanchines y simpáticos. Así pasamos la Navidad, en medio de un exceso de abuelitos. Cuando recuerdo Malta, sin embargo, no puedo olvidarme de Sumatra, del tsunami despiadado que selló aquel año con la mayor devastación de la que he sido televidente-testigo. Aquel 26 de diciembre no pudimos subirnos al ferry que nos llevaría a conocer las islas aledañas, nos informaron que las aguas del Mediterráneo estaban bravas y ya cuando llegamos al hotel un poco desilusionados, nos enteramos que las aguas del Índico estaban enfurecidas y completamente descontroladas. 

El mejor regalo de la navidad del 2005 lo recibimos faltando muy poco para la Nochebuena, la primera que compartíamos juntos –mi esposo y yo– en Alemania, en nuestro departamentito heladito ubicado al este de la ciudad de Karlsruhe. Un par de días antes me había encontrado con unas amigas en el Christkindlesmarkt y con ellas disfruté unas cuantas tacitas aromáticas y calientitas de Glühwein. Al llegar a casa el contenido de las tacitas fue a parar irremediablemente al inodoro. Ojo, que borracha no estaba. Ante la sospecha de lo que podría ser, me compré al día siguiente un test de embarazo que dio positivo y un día más tarde, el último laborable del año, lo confirmé con mi obstetra y con ese bicho tan silencioso y tan moderno que me mostró el latir incansable del corazón diminuto de mi pequeñito, acurrucadito en los pliegues de mi vientre. Fue nuestro obsequio transatlántico porque también llenó de alegría a nuestras familias tanto en el norte como en el corazón de Sudamérica. Para mí, el mejor regalo que Dios me pudo haber dado. Así recibimos el 2006, siendo tres. Nos fuimos a Berlín a recibir el año nuevo que ya se anunciaba prometedor, a visitar a Patricia, otra orureña querida y trotamundo que vivía por entonces en la ciudad más intercultural de Alemania. 

A partir del 2006 las navidades se convirtieron en fiestas más lindas, la presencia de nuestro primer hijito, Camilo Humberto, se hizo como la luz de una estrella que nunca se apaga ni siquiera ante el resplandor brillante de las mañanas más claras.

El 2007 y el 2008 reedité en estos parajes nórdicos un pedazo de las navidades que durante toda mi vida celebré en casa y en familia: como hija, como hermana, como sobrina, como nieta, como tía. Primero tuvimos la enorme alegría de recibir a mi hermana, a mi sobrino y a ese rinconcito boliviano que tanta falta me hace. Un año más tarde nos visitó mi mamá y fue otra navidad inolvidable porque ya teníamos con nosotros al segundo retoñito. Simón Ernesto nació en noviembre, con la primera nevada del otoño y siendo otro destello que no para de brillar.
Fotos: Robert Cárdenas
Y bueno, lo dicho, la nevada decembrina de este año no me hace ya ni pisca de gracia y aunque esta navidad se acerca a esa velocidad que todavía me parece descabellada, la espero también con ansias y con nostalgias, anhelando ver en los ojitos oscuros del redentor recién nacido, esa paz que se multiplica y ese mucho de amor que (siempre) me rodea. Nueve navidades son muchas y todas estas letras son pocas, pero aquí quedan. ¡Feliz Navidad y un 2011 lleno de prosperidad!

jueves, 25 de noviembre de 2010

Levanta vuelo la Mariposa en el agua

Levanta vuelo la Mariposa en el agua… no el vuelo que quisiera realmente, pero sí el que ha estado ocupando mi cabeza y mi corazón durante las últimas semanas. El desafío inicial fue el nombre. El primero que escogí se me hacía bien largo, pero también bien propio y tenía que ver con la poesía del tarijeño Octavio Campero Echazú, Porque van diez años que dejé de mi tierra. ¿Quién iba a decírmelo? Contaba yo con escasos 12 años cuando declamé con sentimiento aquellos versos; vestida de blanco y nervios escénicos en mi Oruro natal.

No recuerdo exactamente qué hice el 21 de octubre de este año –¡horror!, la agenda de ese jueves está en blanco–; pero sé perfectamente dónde y qué estaba haciendo el 21 de octubre hace nueve años: cerrando las maletas en mi dormitorio y abriendo las alas acurrucadas en mi espalda, emprendiendo un vuelo que todavía no se acaba y cumpliendo un sueño que tenía tiempo macerando. Han transcurrido nueve largos años desde entonces, fuente inagotable de recuerdos, de vivencias y de historias que tanto me han hecho reír como llorar, que me han enseñado a crecer, a ganar y a perder, a luchar. Se ha hecho bien “contable” esta casi década de aleteos, así que de eso se trata, de echar a volar la memoria y de compartirla con quien desee acompañarme.  

Aunque el aleteo primero de esta Mariposa no se inició el mismo 21 de octubre de 2010, la vida es tan generosa y las casualidades tan cómplices, que quiero agradecer a mi abuelo, Humberto "Cóndor" Villegas, por haber nacido en un día como hoy hace ya 103 años, segura de que su imponente vuelo acompañará el aleteo incansable de esta mariposa-nieta a la que nunca pudo conocer.

Vuelvo al título para agradecerle también a mi amiga, Antonieta Medeiros, por la maravillosa ilustración con la que mi bitácora se viste y gracias a la cual he podido bautizarla dignamente. Gracias, Anto, por inspirarme primero para las Mariposas en el agua que Mi voz, mi palabra ha sabido cobijar.

Y vuelvo a mi vida, a las profundas raíces que mi progenitora supo cultivar y de las cuales florecieron dos coloridas alas que siempre me permitieron volar. ¡Gracias mamá!
 
¡Bienvenidos/as y gracias por estar!
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